Yo era feliz -o por lo menos así lo sentía-. Recuerdo el día exacto en que aquello cambió.
Tenía 10 u 11 años, era de noche, estaba en mi cama leyendo “El Conde de Montecristo”. Mi viejo me dijo que apague la luz y que me vaya a dormir porque era tarde. Me rehusé –me había enganchado demasiado con la trama-, me obligaron. Apagué la lámpara.
No tenía sueño, me quedé pensando en cómo seguiría la novela. Comencé a imaginar, a soñar despierta. Un pensamiento llevaba a otro, una asociación a otra. Ya no meditaba únicamente sobre el libro. Aquel día empecé a reflexionar, a razonar, a dudar, a juzgar, a calcular y a suponer. Desde entonces la actividad no cesa.
Nunca me atreví a leer el último capítulo del Conde. Temo a que me decepcione. Es una de las tantas cosas que tengo en mi lista de asuntos pendientes.
¿Cuántos atados harán falta para calmar mi ansiedad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario