- No veíamos porque no había luz. No había luz porque amábamos la oscuridad. Amábamos la oscuridad tal vez por fotofóbicos. Nos gustaba más palpar que mirar, y reir que explicar. Así fue como nuestras pestañas se enredaron. Tus ojos se convirtieron en los mios y mis labios en tu voz. Todavía guardábamos esos libros pesados que acarreábamos desde el primero de nuestros días. Viejos, de tapa dura y hojas amarillentas. Usualmente se encontrarían sobre la estantería de algarrobo contigua a la mesita de luz.
- Aún puedo sentir el aroma de sus hojas... o mejor, pensar en que lo hago. Me pasa igual con el suave barniz de la mesita, pero no recuerdo ninguna luz.
- No había ninguna lámpara en la mesa de luz.
- ¿Y cómo supimos de las hojas amarillentas?
- Algunas noches, en las que reinaba prepotente la luna llena, corríamos las cortinas marrones de tela gruesa y dejábamos que nos alumbre con su tenue penumbra.
- Ahora recuerdo. Era el único resplandor soportable. Soportable y lindo. Amaba enclaustrarme con vos ignorando el mundo que nos rodeaba, como si solo hubiera existido el exterior en nuestra imaginación. En esa cama donde yacía lo único que nos importaba. De vez en cuando... levantarme a oscuras, sentarme sobre las sábanas y sentir las alfombritas bordó, que adornaban el piso, con las puntas de los pies. Luego acercarme a la mísera iluminación del ventanal caoba e intentar visualizar tu libro, una vez más. Pero nunca lo logré y terminaste guardándolo bajo llave en el cajón del escritorio que llenábamos de manuscritos. Por fuera se veía hermoso. Forrado en cuero y con detalles dorados. Era inevitable, para mí, sentir curiosidad y a la vez intriga por él. Más con vos cuidándolo con tal vehemencia como si escondiera los secretos más profundos del oceáno. Me cautivaba el misterio y apelmazaba la consciencia, la desconfianza.

- ¿Por qué nunca me dejaste mirar tu libro?
- Porque no mirábamos.
- ¿Por qué no mirábamos?
- No mirábamos porque no veíamos. No veíamos porque no había luz. No había luz porque amábamos la oscuridad. Amábamos la oscuridad tal vez por fotofóbicos. Nos gustaba más palpar que mirar, y reir que explicar. Así fue como nuestras pestañas se enredaron. Tus ojos se convirtieron en los mios y mis labios en tu voz. Todavía guardábamos esos libros pesados que acarreábamos desde el primero de nuestros días. Viejos, de tapa dura y hojas amarillentas. Usualmente se encontrarían sobre la estantería de algarrobo contigua a la mesita de luz...
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